Contemporáneo de Boecio y Casiodoro, Benito nace entre los años 480 y 490 en Nursia, conocida actualmente como Norcia en la provincia de Umbra, Italia. Nace en un mundo problemático, desgarrado e incierto donde las seguridades eran escasas, ya que el poder político sufría las consecuencias de las guerras y desórdenes políticos y la iglesia estaba dividida teológicamente. El nombre mismo, «Benito», es un cognomen genérico equivalente a «Makarios» en el monacato egipcio. No obstante, los comentaristas han estudiado durante tiempo la Regla para remontarse a la personalidad y a las inclinaciones del autor. Todo lo que de san Benito sabemos nos viene de dos textos: su Regla y los Diálogos de San Gregorio Magno, escrito en Roma entre los años 593 y 594, medio siglo después de su muerte. El relato gregoriano de los Diálogos es una obra constituida por tres «libros» de historias de santos italianos, concluida con un cuarto libro de carácter escatológico. El segundo de los tres primeros libros hagiográficos está enteramente dedicado a un único santo, particularmente significativo: «Benito, el hombre de Dios». 

Esta colección de milagros y enseñanzas, preponderantemente modeladas a partir de los ejemplos bíblicos de virtudes ejemplares, desempeñó un papel decisivo a la hora de determinar la hagiografía benedictina, no solo para Benito, sino también para los santos a él asociados, como su hermana, Escolástica, y los discípulos Mauro y Plácido. Contribuye a su tono ejemplar y moralizante la estructura de la obra, con el diácono Pedro, el interlocutor naïf, que invita a formular una explicación o un precepto partiendo del relato propuesto por Gregorio. La historia se narra en cortos episodios, cuyas poderosas imágenes muestran los acontecimientos memorables.

Emerge un retrato de Benito que refleja modelos tanto monásticos como bíblicos. Es descrito como aquél que «tiene el corazón de un anciano» desde la juventud. Mientras alude a la madurez y sensatez, la frase trae a la memoria también el uso monástico de títulos como Abbas (padre), senior (el más anciano), senex y, en la tradición griega, geron (anciano). Se presenta a Benito como un joven de buena familia de la provincia de Nursia (la actual Norcia), que es enviado a estudiar a Roma, donde queda escandalizado de la mundanidad de la gran ciudad y de sus compañeros de estudio. Su dificultad para adaptarse a su estilo de vida evoca la resistencia del joven Antonio, que más tarde se convertiría en el más famoso de los anacoretas egipcios, a mezclarse con sus semejantes.

Movido por esta experiencia de convertirse en monje, Benito abandona sus estudios y huye de Roma, quedando «sabiamente ignorante y sabiamente inculto». Benito fue seguido por la nodriza que había cuidado de él desde cuando nació. Mientras estaban en el pueblo de Effide, reparó milagrosamente una criba que su nana en un descuido había hecho pedazos, atrayendo así considerables atenciones sobre sí y sobre su temprana santidad. Espantado por la adulación acabó por dar el paso final de ruptura dejando a la nodriza y retirándose a la naturaleza salvaje (desierto) para vivir como eremita. Eligió una región montañosa cercana a Effide conocida como Sublacus (la actual Subiaco) por los lagos artificiales creados en época del emperador Nerón. La búsqueda de soledad por Benito evoca a Elías y a Juan Bautista, apreciados por los monjes y tenidos como modelos de vida monástica en el Antiguo Testamento, como también a los famosos monjes que se retiraron a salvajes regiones deshabitadas en respuesta al llamado de Dios. A lo largo del camino, Benito encuentra a un monje llamado Román, que le ayuda a encontrar un eremitorio idóneo, lo viste con hábitos monásticos y durante tres años constituye su enlace con el mundo exterior. Román actúa secretamente, ocultando al mismo abad la existencia de Benito y la relación que mantiene con el joven eremita.

Mientras tanto Benito vive en una gruta casi inaccesible, a la cual Román baja cada cierto tiempo una cesta con víveres. Su soledad es tan completa, así se nos cuenta, que olvida incluso el transcurso del año litúrgico: se da cuenta de que es Domingo de Pascua únicamente por la visita de un sacerdote. Algunos pastores tropiezan casualmente con la gruta y lo confunden con un animal, puesto que iba revestido con pieles. La aspereza del lugar y la condición a-social de la vida solitaria de Benito sugieren la idea del retorno a un estado primigenio de la existencia. Sin embargo, cuando la tentación lo asalta, Benito debe enfrentarse con su humanidad decaída. Benito recurre a la señal de la Cruz para rechazar los ataques diabólicos, un método recomendado por Antonio el Grande. Cuando la lujuria parece aplastarlo, vuelve inmediatamente en sí y se arroja a una mata de espinos. El fuego de la lujuria se transforma en dolor feroz, pero de ahora en adelante ya no será atormentado por las tentaciones de la carne. El papa Gregorio observa que una gracia tal solamente está reservada a hombres mucho más ancianos. El triunfo de Benito sobre la lujuria es, por lo tanto, otro signo de su precocidad.

Mientras se difunde su fama de santidad, se acerca a Benito un grupo de monjes en busca de un nuevo abad tras la muerte del suyo. Benito acepta con reticencia asumir el cargo. El primer periodo como abad termina desastrosamente, cuando la severidad de Benito induce a la comunidad a un intento de asesinato en contra suya. Su bendición hace añicos una garrafa de vino envenenado y Benito vuelve a la vida solitaria. Pronto a Benito se le agregan seguidores con más devoción, entre ellos dos jóvenes nobles de nombre Mauro y Plácido, que se convertirían en modelo de obediencia monástica cuando Mauro, enviado por Benito a salvar a Plácido que había caído en el lago, se descubre capaz de caminar sobre el agua gracias a su encargo. Estos motivos bíblicos se hacen más obvios con la prosecución del acontecimiento. Benito obra una serie de milagros descrito de un modo que recuerda claramente las maravillas obradas por Moisés, Elías y otras grandes figuras. Hace brotar agua de una roca (Moisés, Éxodo 17, 1-7), recupera la hoja de una hoz caída al agua (Elías, 2Re 17,6) y llora la muerte de un enemigo (David, 2Sam 1, 11-12; 18,33). En el caso de que al lector se le escapasen las evidencias, en los Diálogos el diácono Pedro las resalta.

 


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