Regla de Monjes

El cuerpo de la  Regla benedictina está compuesto por:

El primer corpus spirituale lo componen los capítulos 1 – 7; donde desde el capítulo 3 hasta el 3 Benito se ocupa de organizar la vida de los monjes cenobitas que viven bajo la y un abad, del cual dirá cómo debe ser (c.2) y de las normas con que se regirá a la hora de convocar a los hermanos a consejo (c.3) para terminar con los últimos cuatro capítulos en donde propone el primer itinerario que conducirá al discípulo a la libertad interior: las buenas obras que debe practicar (c.4), un breve tratado sobre la obediencia(c.5), otro más breve sobre la parquedad y suma prudencia en el uso de la palabra (c. 6) y por último doce pasos de la humildad que constituyen la columna vertebral de la Regla de San Benito y del seguimiento de Cristo; cuyo resultado es «llegar al amor de Dios, que elimina el temor» (c. 7).

En los capítulos 8 – 66, Benito escribe para organizar su casa, es decir, para su amplia familia de hermanos que comparten una misma y afanosa existencia compuesta de todas las exigencias y retos como ganarse la vida, el cuidado de la tierra, preparar la comida, atender a los invitados, educar a los niños y el ordenamiento de la vida y espíritu de oración  como prioridad esencial y centro de todo lo demás. Para Benito toda la vida es tiempo de salvación; no existe ruptura alguna entre lo sagrado y lo profano, en tal grado que en la misma huerta, si el monje no alcanza a llegar a la oración, allí puede abrir su mente y su corazón para orar a Dios. Todo es un único núcleo contemplativo que tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo reconocen y buscan.

Los últimos 7 capítulos (67 – 73) constituyen el segundo corpus spirituale. En ellos atenderá a la alteridad en la vida comunitaria familiar: la fraternidad, la caridad e incluso complementará el segundo capítulo dedicado al abad, dando muestras de una humanidad fruto del paso de los años y de una sabiduría que solo da la experiencia. El capítulo 73 es un epílogo en el que el autor relativiza el valor de la Regla, invitando a los monjes a ir más allá, inspirados en la Palabra de Dios y en la tradición de los Santos.

En su  Regla  se refiere a la vida monástica como  «escuela del servicio del Señor»  (Prol. 45) y pide a sus monjes que  «nada se anteponga a la Obra de Dios» (43, 3), es decir, al Oficio divino o Liturgia de las Horas. Sin embargo, subraya que la oración es, en primer lugar, un acto de escucha (Prol. 9-11), que después debe traducirse en la acción concreta. «El Señor espera que respondamos diariamente con obras a sus santos consejos», afirma (Prol. 35).

Así, la vida del monje se convierte en una simbiosis fecunda entre acción y contemplación «para que en todo sea glorificado Dios» (57, 9). En contraste con una autorrealización fácil y egocéntrica, que hoy con frecuencia se exalta, el compromiso primero e irrenunciable del discípulo de san Benito es la sincera búsqueda de Dios (58, 7)   en el camino trazado por Cristo, humilde y obediente (5, 13), a cuyo amor no debe anteponer nada (4, 21; 72, 11), y precisamente así, sirviendo a los demás, se convierte en hombre de servicio y de paz. En el ejercicio de la obediencia vivida con una fe animada por el amor (5, 2), el monje conquista la humildad (5, 1), a la que dedica todo un capítulo de su  Regla  (7). De este modo, el hombre se configura cada vez más con Cristo y alcanza la auténtica autorrealización como criatura a imagen y semejanza de Dios.


A la obediencia del discípulo debe corresponder la sabiduría del abad, que en el monasterio  «hace las veces de Cristo» (2, 2; 63, 13). Su figura, descrita sobre todo  en el segundo capítulo de la Regla, con un perfil de belleza espiritual y de compromiso exigente, puede considerarse un autorretrato de san Benito, pues  —como escribe san Gregorio Magno— «el santo de ninguna manera podía enseñar algo diferente de lo que vivía» (Dial.II, 36). El abad debe ser un padre tierno y al mismo tiempo un maestro severo (2, 24), un verdadero educador. Aun siendo inflexible contra los vicios, sobre todo está llamado a imitar la ternura del buen Pastor (27, 8), a «servir más que a mandar» (64, 8), y a «enseñar todo lo bueno y lo santo más con obras que con palabras» (2, 12).

Para poder decidir con responsabilidad, el abad también debe escuchar  «el consejo de los hermanos» (3, 2), porque «muchas veces el Señor revela al más joven lo que es mejor» (3, 3). Esta disposición hace sorprendentemente moderna una Regla escrita hace casi quince siglos. Un hombre de responsabilidad pública, incluso en  ámbitos privados, siempre debe saber escuchar y aprender de lo que escucha.

San Benito califica la  Regla  como  «mínima, escrita sólo para el inicio» (73, 8); pero, en realidad, ofrece indicaciones útiles no sólo para los monjes, sino también para todos los que buscan orientación en su camino hacia Dios. Por su moderación, su humanidad y su sobrio discernimiento entre lo esencial y lo secundario en la vida espiritual, ha mantenido su fuerza iluminadora hasta hoy.


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